El caso Urdangarín y el futuro de la monarquía

En España, el debate entre monarquía y república ha sido un tabú político hasta hace bien poco. La Constitución Española acepto la jefatura de Estado monárquica, uno de los principios innegociables de los sectores regeneracionistas del régimen anterior. Y el golpe de Estado del 23F, más allá de las dudas más que razonables sobre la actitud de Juan Carlos una vez conocidos los cables del embajador alemán, vino a confirmar la institución monárquica y vacunó a la opinión pública española, a los medios de comunicación y a la clase política de cualquier tentación republicana. Tal es así que la figura del Rey y su familia eran intocables, ya no desde el punto de vista judicial, sino desde el ejercicio de la más elemental libertad de expresión. Hasta hace poco eran evidentes los episodios de autocensura en prensa y televisión. Pero también los de censura. Me viene a la cabeza aquel programa del Gran Wyoming en TVE en el que programaron una entrevista con Quim Monzó. Corría el año 1994 y el escritor catalán se había despachado a gusto con la monarquía en TV3 unos pocos días antes. El resultado fue la cancelación fulminante del programa de Wyoming. “Muerto el perro, se acabó la rabia” debió pensar Jordi García Candau, último Director de RTVE bajo presidencia de Felipe González. Y un episodio similar se vivió en 2007 con el secuestro de la portada de El Jueves ordenada por la mismísima Audiencia Nacional.

Hay que reconocer, como dicen algunos monárquicos, que la jefatura de Estado de la mayoría de repúblicas de nuestro entorno más cercano no son más transparentes ni más baratas de lo que resulta la monarquía española. La Jefatura de Estado en España es una institución meramente representativa y hay quien considera que su condición hereditaria garantiza su posición ajena al juego político. Y habrá que reconocer que algo de ello hay. Pero la democracia es una combinación de forma y contenido desplegada en un devenir histórico concreto. Y la monarquía casa mal con una formalidad democrática donde los cargos públicos se escogen por procedimientos electivos y no en función del apellido o el ADN. Pero si además la democracia es un proceso histórico, habrá que convenir que la monarquía, por muy parlamentaria que sea, está más cerca de un pasado que hemos desterrado que de un futuro que debemos construir.

El caso Urdangarín ha abierto una grieta en el blindaje con el que la monarquía se había protegido de su propio cuestionamiento. En efecto no es gran cosa y aun no permite divisar un horizonte republicano en España. Pero todos sabemos que las grietas o bien se arreglan o crecen si remisión horadando los cimientos donde aparecen. Hoy en los medios de comunicación se puede criticar abiertamente a los inquilinos de la Zarzuela y de hecho un caso como el de Quim Monzó en TVE sería impensable en la actualidad.

A los errores flagrantes con los que la Casa Real ha abordado el caso Urdangarín se unen unas circunstancias socio-económicas muy poco favorables. En medio de una crisis que ya dura demasiado y con una descomunal cifra de desempleo, los privilegios reales y la impunidad con la que actuaba Urdangarín bajo la complicidad de algunos políticos duelen mucho más al ciudadano medio, que se indigna con razón ante unas figuras institucionales que no se caracterizan precisamente por su austeridad.

Pero a esa situación desfavorable para la legitimación monárquica habrá que sumarle un precario equilibrio político que no está garantizado en el futuro. El republicanismo de izquierdas ha sido silenciado hasta el momento por la lealtad del PSOE a la corona. Y los ataques que una parte de la extrema derecha dirigen a la Casa Real no han contagiado a los sectores mayoritarios y más centrados del PP. Pero una cierta presión popular en sentido contrario a la realeza y de la mano de una generación de ciudadanos que ya no son deudores de la legitimación monárquica surgida de la transición y del 23F, podría mover el punto de equilibrio político a favor de posiciones más republicanas.

Es probable no obstante, que las aguas vuelvan a su cauce y que políticos, monarca y sucesor aguarden a que pase la tormenta. A la democracia le gustan poco las grandes transformaciones y sus élites huyen de todo aquello que pueda poner en riesgo la estabilidad institucional. Pero así todo, algo habrá cambiado en la mirada de los ciudadanos hacia la monarquía. Una mirada que difícilmente podrá volver a ser como era y a la que la monarquía tendrá que adaptarse si quiere sobrevivir.