Graffiti y políticas públicas

El graffiti forma ya parte del paisaje urbano de las grandes ciudades. En realidad se trata de un fenómeno que hunde sus raíces en la historia. En Pompeya se han encontrado numerosas pintadas, muchas de ellas con sentencias groseras (“Lucilla hizo dinero con su cuerpo”) o con imágenes fálicas. Otros muchos contenían fragmentos de poemas o declaraciones de amor. Hoy observamos todos ellos con admiración, como si fuese un mensaje en una botella que nos llega del pasado. De un pasado del ser humano común. Pero es muy probable que en su época se entendiera el graffiti como muchos lo entienden hoy: un acto de vandalismo y un atentado contra la propiedad privada. 

Aunque el graffiti siguió existiendo en casi todas las épocas de la historia hasta el presente, no fue hasta los años 70 del pasado siglo cuando pintar los muros de las ciudades se convirtió en un fenómeno cultural en toda regla. La cultura hip hop convirtió el graffiti en una auténtica seña de identidad. Pero a la vez también lo hizo cada vez más complejo y más elaborado. Frente al mensaje (que pervivió con la pintada política) los graffiteros ponían en valor principalmente la estética, la técnica, la calidad artística…

No cabe duda de que el graffiti es una forma de expresión conflictiva. Su propia existencia se basa en parte en su condición de ilegal. La persecución policial, lejos de disuadir, en muchos casos se convierte en un verdadero incentivo para el graffitero. La adrenalina es un incentivo para el spray. Por eso a veces resultan un tanto ingenuas las propuestas, siempre bienintencionadas, de dedicar muros en las ciudades para que se elaboren “graffitis legales”. Si bien tal medida puede tener interés desde el punto de vista artístico, difícilmente va a resultar útil para acabar con el graffiti, una subcultura que precisamente se mueve en los márgenes de la ley. Muralismo y graffiti no son lo mismo. Y entender las diferencias éticas y estéticas entre uno y otro fenómeno seguramente nos ahorrará mucha frustración a la hora de abordar el problema. 

Los graffitis, tags, pintadas, etc, pueden observarse desde muchas perspectivas diferentes. Pero en sus extremos encontramos dos: la de quien considera que el graffiti es sencillamente vandalismo y la de aquellos otros que consideran que es una forma de expresión artística, de arte urbano, que le da vida e identidad a unas ciudades cada vez más indistinguibles por la globalización.

Por supuesto, ambas posturas parten de lugares y consideraciones diferentes. El ciudadano molesto por los graffitis, que exige medidas más duras -policiales y judiciales- contra los artistas urbanos, tiene un mejor acceso al poder político y a los medios de comunicación. Su discurso está más prestigiado. Pero en parte no le falta razón y conviene ser comprensivos: muchos particulares gastan cada año miles de euros en limpiar pintadas en sus propiedades, que se suman al enorme gasto que dedican los ayuntamientos para esta partida, que pagamos todos y todas vía impuestos.  

Por el contrario, quienes entienden que los graffitis pueden ser -y de hecho son- fenómenos artísticos y culturales a los que prestar atención más allá de lo punitivo a veces son representados como apologetas del vandalismo, si bien se trata de una caracterización malintencionada. Rara vez encontrará eco en los centros de poder, más allá de algunos museos que han sabido comprender la importancia cultural e incluso antropológica del arte urbano. 

El poder político (casi siempre por convencimiento, pero en ocasiones también por miedo al vecino enfadado y a la pérdida de votos) casi siempre se ha puesto del lado del ciudadano que entiende el graffiti como vandalismo. Y de ese modo ha renunciado a una de las tareas más importantes para las instituciones públicas: mediar ante los conflictos y tender puentes ante posturas aparentemente tan distanciadas como las que nos ocupan. No se trata en absoluto de negar el carácter intrínsecamente conflictivo y problemático del graffiti, que genera malestar y un enorme gasto para las arcas públicas. Tampoco consiste en tratar de “domar” al graffitero. Se trata, por el contrario, de transformar la mentalidad de unos y otros, vecinos y graffiteros, para que hagan un ejercicio de empatía mutua y encuentren puntos en común que faciliten la convivencia. 

Buena parte del malestar que genera el graffiti en muchos ciudadanos tiene más relación con el contexto que con la pieza misma. Para entender cómo opera nuestra mirada a la hora de percibir las pintadas, basta echar un vistazo a los cubos de basura del distrito Centro de Madrid. Cubos de basura que el ayuntamiento asigna a cada comunidad de vecinos, que deben sacarlo a la vía pública y retirarlo de la misma a unas horas determinadas. Como todos los cubos son similares, muchas comunidades de vecinos han decidido pintar en ellos, con spray, su número de portal. De esa manera no se confunde el cubo propio con el ajeno. Nadie, hasta donde sabemos, considera tal marca como una forma de vandalismo ni conocemos que se hayan cursado denuncias contra dichas comunidades de vecinos, a pesar de que dichas pintadas están realizadas en bienes públicos. Y sorprende que a ningún gobernante municipal -o a ninguna comunidad de vecinos- se le haya ocurrido la posibilidad de encargar a graffiteros profesionales que decoren los cubos de basura con el fin de distinguir unos de otros. Sería una hermosa medida que además le daría color a unas calles repletas de cubos grises, muchas veces sucios y pintarrajeados de mala manera. 

Basta echar un vistazo a las políticas públicas municipales contra el fenómeno del graffiti en grandes ciudades alrededor del mundo para darse cuenta de que las medidas que pretenden abordarlo exclusivamente desde el punto de vista policial y punitivo están condenadas al fracaso. Ninguna metrópoli ha logrado ni siquiera mitigar el fenómeno del graffiti con ese tipo de fórmulas. Y en los pocos casos en los que ha habido un tímido resultado positivo, ha sido a costa de generar mayores males de los que se pretende combatir: políticas particularmente autoritarias, como las de Giuliani en Nueva York, que aumentaron exponencialmente la población reclusa de la ciudad y ensancharon la brecha de desigualdad entre los barrios ricos y los pobres. 

Nadie puede negar, no obstante, que la policía deba perseguir el graffiti en la medida en que se trate de una práctica delictiva. Pero hacen falta políticas públicas imaginativas que vayan más allá de la porra y los grilletes. Políticas capaces de integrar el arte urbano en la cultura de la ciudad y de crear una suerte de código de buenas prácticas del artista urbano. La policía reacciona ante los problemas, pero en ningún caso los previene. Tienen que ser otro tipo de políticas, de carácter integral, las que aborden la cuestión y mitiguen sus derivadas más conflictivas.  

Uno de los grandes problemas del graffiti en los últimos lustros ha sido la falta de criterio. Por cada buen graffiti, artísticamente valioso y realizado en un lugar adecuado, existen cien graffitis de mala calidad en espacios inadecuados y conflictivos. Paradójicamente uno de los elementos que ha contribuido a esa baja calidad han sido las medidas destinadas a combatirlo. Cuando las cámaras de videovigilancia se popularizaron en nuestras calles, el resultado fue la proliferación de tags: firmas realizadas con un solo trazo, en apenas unos segundos. El graffitero ya no pintaba donde quería, sino donde podía. Y lo hacía de forma masiva. Ya no se trataba de realizar un graffiti de calidad, algo que requería más tiempo y más riesgo de ser detenido, sino de colocar la firma propia en cualquier sitio que fuese posible. La cantidad se imponía a la calidad. Y se perdía además el elemento colaborativo de los grandes y elaborados graffitis de antaño, puesto que cada tag es individual e intransferible. 

Los protagonistas del fenómeno de los tags son habitualmente adolescentes en su primera incursión en el fenómeno del arte urbano. Ninguno de ellos ha sido educado en el valor del espacio público. Un espacio público que el buen graffiti, lejos de vandalizar, se encarga de poner en valor. Tampoco han sido educados en criterios de calidad. No han tenido referentes, figuras de autoridad, capaces de transmitirles dónde, cuándo y cómo pintar. 

No es necesario ser un experto en arte urbano para diferenciar el graffiti de calidad, realizado por artistas con experiencia y criterio, de aquel otro realizado por adolescentes que no han sido introducidos en los códigos de conducta de la old school. Poner en valor a los graffiteros experimentados y convertirlos en mentores de los más jóvenes es un objetivo del que bien podrían responsabilizarse las instituciones públicas. La escuela, los centros culturales y los centros juveniles son magníficos espacios para ese trasvase intergeneracional de conocimientos, tanto técnico como estético, y para elaborar un código de buenas prácticas y unos mínimos criterios artísticos. 

Es bien sabido que la mejor manera de combatir un mal graffiti, de baja calidad y realizado en un espacio poco adecuado, es un buen graffiti pintado en un lugar apropiado y con sentido artístico. Habitualmente allá donde los cierres de los comercios son encargados a graffiteros profesionales, se realizan pocos graffitis en las inmediaciones. El artista urbano busca habitualmente un lugar donde destacar y procura no pintar allá donde va a ser opacado por otro graffitero de mejor calidad. Por otro lado pintar los cierres de los comercios y otros espacios similares que son feos por naturaleza (como las vallas de las obras o los propios contenedores de basura) parece que podría ser algo deseable, tanto como medida de autoprotección contra el mal graffiti como desde el punto de vista de la construcción de una ciudad más viva y más hermosa. No son pocas las ciudades que han descubierto las virtudes de decorar parte de su mobiliario urbano con graffitis y que incluso realizan concursos y certámenes cada año. Y también muchos comerciantes se han sumado a la tendencia a decorar sus cierres. 

Los poderes públicos tienen la responsabilidad -y yo diría que la obligación- de construir diálogo allá donde solo hay conflicto. No es una tarea sencilla y requiere una mirada a largo plazo que a veces excede los tiempos de los sistemas democráticos, en los que el gobernante piensa en términos de legislatura. Además se expone a algunos agentes sociales que recurren al hombre de paja y a las fake news: si el político asegura que las medidas policiales, por sí solas, no solucionan el problema, siempre habrá quien pretenda difundir que está defendiendo el vandalismo y promoviendo las pintadas indiscriminadas. Poco se puede hacer ante esos agentes de la intoxicación. Pero desde luego conviene no acobardarse ni plegarse a la parte más reaccionaria de la sociedad que cree que cualquier problema se soluciona siempre con más policía. Algo de sobra desmentido por la realidad.

Por el contrario, el político tiene el reto de construir espacios de diálogo allá donde no existen. Que los vecinos y los artistas urbanos, junto con otros actores sociales (policía, museos, comunidades escolares, etc) se reúnan, se escuchen y se pongan en el lugar del otro es una medida audaz, que contribuye a crear comunidad y que puede atenuar la agresividad de las partes a la hora de abordar el problema. Entender el barrio como un espacio donde es posible abordar los problemas desde el diálogo (social, cultural, intergeneracional…) es quizás uno de los objetivos más virtuosos que puede tener el político municipalista. 

En torno al graffiti, abundan las generalizaciones, los discursos maximalistas y los argumentos de brocha gorda, nunca mejor dicho. Abunda también el recurso a la sinécdoque, esto es, tomar la parte por el todo. De la misma manera que no toda pintada es una expresión artística, no todo graffiti es vandalismo, incluso aunque se realice en un espacio privado o ilegal. Muchos de los que hoy braman contra los graffitis estarían encantados de tener una pieza de Bansky en sus muros que revalorizara su propiedad. No son pocos los artistas de los que hoy disfrutamos en museos que comenzaron su andadura artística pintando los muros de la ciudad y escapando de la policía. Muchas pintadas ilegales se han acabado convirtiendo en auténticos iconos de una época o un lugar, como es el caso del Muro de Berlín.

Por supuesto, no todos los artistas urbanos son Bansky, Basquiat o Keith Haring. Pero quizás si pusiéramos más empeño en que el arte urbano se estudie en las escuelas (algo que ya se hace, aunque de manera muy epidérmica), lograríamos más figuras destacadas. No cabe duda de que muchos graffiteros poseen un enorme talento que en ocasiones parece desaprovechado. Y algunas ciudades se han dado cuenta de este fenómeno, creando incluso becas para graffiteros condenados, que han acabado labrándose una carrera profesional legítima con el arte urbano. No se trata de premiar a los graffiteros, sino de tratar de reencauzar el talento en beneficio de la sociedad y que no acabe recluido tras unos barrotes. Pero siempre habrá quien considere las condenas como castigos y quien olvide el principio de resocialización de las penas consagrado en el artículo 25.2 de nuestra Constitución. Una perspectiva que curiosamente vuelven a recordar cuando el penado es un hijo, un hermano, una pareja…

Por último, una obviedad: la principal tarea de las instituciones municipales consiste en mantener el espacio público en buenas condiciones. Algo que, desgraciadamente, no siempre sucede. Calles sucias, contenedores rebosantes y malolientes, aceras estrechas y pavimentos descascarillados operan, de forma a veces inconsciente, como alicientes para pintar la ciudad y tratar de darle belleza, o al menos identidad, a un espacio degradado y del que las autoridades públicas parece haberse desentendido. ¿Cómo exigir a un joven que tenga cuidado con el espacio público cuando son sus mayores los primeros que lo degradan?      

¿Qué está pasando en el movimiento feminista?

¿Cómo ha podido convertirse en apenas unos años un movimiento social exitoso y capaz de movilizar a millones de personas en nuestro país en un auténtico nido de dogmatismo, antipluralismo, autoritarismo, incapacidad de diálogo y agresividad? La respuesta a esta pregunta no es sencilla. El feminismo está muriendo de éxito, autoliquidándose en una compleja trama de insultos, acusaciones mutuas, intentos de patrimonialización y purgas internas entre sus sectores más activistas. Algo que conocemos a la perfección en la izquierda, que se ha dedicado sistemáticamente a destruir cualquiera de sus iniciativas que tuviese la virtud de movilizar a más personas de las que caben en una asamblea de la agrupación local de cualquier partido extraparlamentario.

La campaña orquestada en redes sociales pidiendo la dimisión de la ministra de Igualdad, Irene Montero, ha sido la gota que ha colmado el vaso. No solo por lo absurdo que resulta exigir la dimisión de una ministra que lleva en el cargo desde hace poco más de medio año, la mayoría del cual ha estado marcado por una pandemia que ha paralizado buena parte de la vida política del país. También porque una exigencia tan maximalista solo puede beneficiar a la extrema derecha misógina, encantada de asistir al suicidio público del movimiento feminista.

Lo peor de este bochornoso episodio, que puede acabar con la cuarta ola feminista si no se le pone freno, es la falta de coherencia con su propio discurso. Si durante décadas se caracterizó al patriarcado como un artefacto cultural en el que prima la competitividad frente a la colaboración, la agresividad frente a la empatía y el soliloquio frente al diálogo, el movimiento feminista organizado ha demostrado en los últimos meses ser un producto sociológico de ese patriarcado que dice combatir. Desde luego la sororidad ha brillado por su ausencia: han abundado, con escasas excepciones, los insultos, los ataques personales, las descalificaciones, las intrigas palaciegas, la deslealtad, la incapacidad de diálogo…

El detonante de esta situación ha sido el proyecto de ley de libertad sexual que está en la agenda política de Unidas Podemos desde hace tiempo. En su formulación ha encontrado un escollo: el propio concepto de mujer. Mientras que la mayor parte del feminismo cercano al PSOE, con Amelia Valcárcel a la cabeza, considera que ser mujer es un hecho biológico, en el entorno de Podemos consideran que tal planteamiento dejaría fuera del movimiento feminista a las mujeres transexuales y que ser mujer es un hecho cultural e identitario que no puede reducirse a la pura genitalidad. Mientras que las primeras son acusadas de TERF (Tras-Exclusionary Radical Feminist) por las segundas, estas son denominadas ‘queer’ (un conjunto diverso de enfoques del feminismo posmoderno) por las primeras.

Lo cierto es que el debate no es nuevo y lleva produciéndose desde los años setenta u ochenta, cuando las corrientes posmodernas, influidas por el movimiento LGTBI, se propusieron deconstruir el concepto de género como un constructo patriarcal. Nacían así identidades de género no binarias, que pretendían superar la dicotomía hombre-mujer que hasta entonces manejaba el feminismo radical.

Este tipo de debates han sido enormemente enriquecedores dentro del feminismo, si bien se ha circunscrito al ámbito puramente académico. Pero en esta ocasión ha trascendido al terreno del movimiento social. Y además lo ha hecho de forma agresiva y caricaturizando ambas posturas intelectuales, que se critican mutuamente sin conocer más que de forma somera sus construcciones teóricas. Es un auténtico disparate que una controversia académica, de enorme hondura intelectual y al alcance de unas pocas personas, pueda estar amenazando la unidad de las mujeres contra el patriarcado. Las cientos de miles de jóvenes y adolescentes para las que el feminismo ha sido su primer contacto con el universo de los movimientos sociales y que han visto en la cuarta ola una verdadera revolución de las mentalidades han sido despreciadas por un puñado de universitarias que han convertido sus planteamientos teóricos en punta de lanza elitista de un conflicto interno artificial, irresoluble y escasamente productivo.

Hace un año y medio, en una entrada de este blog que pretendía señalar algunos de los puntos fuertes y débiles de la cuarta ola feminista, señalé un problema que entonces me parecía menor: la sobrerrepresentación de mujeres universitarias en el movimiento feminista organizado. Buena parte de ellas han tomado contacto con el feminismo a través de los máster de estudios de género que se imparten en las universidades y cuyo profesorado está mayoritariamente vinculado a las corrientes más cercanas al feminismo socialista. En otros países, como Francia o Estados Unidos, ocurre más bien lo contrario: la mayoría de las profesoras universitarias que imparten estudios de género están vinculadas a corrientes posmodernas, esas que las pupilas de Amelia Valcárcel han denominado ‘queer’ en lo que es una auténtica sinécdoque intelectual producto del desconocimiento de la diversidad de corrientes feministas críticas con la modernidad y con la noción biológica del género.

Esta revolución de los birretes en torno a la esencia del “ser mujer” ha acabado por impregnar otros conflictos en el movimiento feminista que levantan ampollas: el papel de la transexualidad, la prostitución, la pornografía o la gestación por sustitución. El acercamiento a estos debates es tremendamente tóxico. Si sostienes que las mujeres transexuales son tan mujeres como las cis y que su opresión es también la opresión de género alimentada por la misoginia patriarcal, estás disolviendo la identidad de las mujeres y por tanto no mereces ser llamada feminista. Si crees que es preciso distinguir entre la trata y el trabajo sexual, y que es necesario reconocer los derechos de las trabajadoras del sexo, estás defendiendo una forma de agresión sexual. Y no mereces ser llamada feminista. Si crees que la pornografía forma parte del dominio de la fantasía y que incluso puede llegar a tener un efecto liberador, estás legitimando la apología de la violación. Y por tanto es imposible que te llamemos feminista. Si consideras que las mujeres tienen derecho a decidir libremente sobre su propio cuerpo, que eso afecta también a la capacidad de gestación y que es necesario regular una práctica como la gestación subrogada para garantizar los derechos de las gestantes y evitar abusos, estás defendiendo el esclavismo, la compra-venta de seres humanos y la utilización de la mujer como si fuese una mera vasija contenedora de los caprichos de parejas y solteros millonarios. Y por supuesto no eres feminista. Si además quien defiende todas estas cosas es un hombre (aquí sí, da lo mismo que sea cis o trans), la explicación está clara: pretendes perpetuar tus privilegios de varón y además te permites tener una opinión propia acerca de asuntos sobre los que deberías cerrar la boca. Este es el tono de debate que se ha instalado en el movimiento feminista, en el que expresar una opinión significa automáticamente convertirte en diana de los insultos de unas u otras. Las posturas dogmáticas y categóricas se han impuesto frente a la humildad y la duda, incluso aunque a veces se tenga un conocimiento más bien superficial sobre aquello acerca de lo que se pontifica.

Si mantienes alguna de las posiciones señaladas más arriba, formas parte del enemigo quintacolumnista. Que no te quepa la menor duda. Y ya se sabe que con el enemigo no se dialoga, se le destruye. Esta frase, utilizada hasta la extenuación desde hace unos años por todo aquel que quiera ponerse galones de izquierdista, es un auténtico disparate intelectual de dudosa calidad democrática que sirve como coartada para eludir cualquier debate de ideas. No hace falta combatir los argumentos, basta con desautorizar al adversario, caricaturizar sus posiciones y retratarlo como un ogro malvado con aviesas intenciones.

Esta forma de actuar, que es endémica de la izquierda que se considera a si misma la única verdadera, se ha instalado ahora en el movimiento feminista español. Y ha convertido en barro lo que antes era oro, como si se tratase de una especie de anti Rey Midas. Se dedican ingentes esfuerzos en repartir o retirar carnets de feminista, como si existiese un algoritmo que nos indicase, sin posibilidad alguna de error, quien es o no es feminista. Y ha conseguido convertir el movimiento social con mayor hondura teórica e intelectual en un espacio refractario al disenso y al debate sano de ideas. Todo lo contrario al espacio acogedor e inclusivo que debería ser.

Mientras que el feminismo se ha convertido en un movimiento social de masas, algunos de sus sectores más activistas parecen perseguir exactamente lo contrario: achicar el espacio del feminismo y convertirlo en terreno exclusivo para unas pocas personas que demuestren una adhesión inquebrantable a un ideario muy concreto e incuestionable. Este tipo de dogmatismo, que recurre habitualmente a figuras de autoridad para autolegitimarse, es paradójicamente una magnífica representación de las fórmulas que tradicionalmente ha utilizado el patriarcado para la organización social.

El feminismo sigue siendo hoy un movimiento ciudadano necesario. Probablemente el más necesario y el que puede convertir el siglo XXI en el siglo de la igualdad real. Mientras siga existiendo desigualdad de género es imprescindible que las mujeres, y también los hombres, se unan para combatirla. Da igual cuál sea su posición acerca de si ser mujer es un hecho biológico o cultural. Sería una verdadera lástima que un debate como ese pudiera destrozar la cohesión de un movimiento social como el feminista y el trabajo de miles de mujeres que han logrado, tras muchos años de lucha, situar la desigualdad de género como una de las mayores lacras, si no la mayor, que aún existen en nuestra sociedad.

Políticos de mierda

Tenemos unos políticos de mierda.

Probablemente sea usted uno de los que, en algún momento de su vida, ha pronunciado la frase que encabeza este texto. Seguramente yo mismo me he manifestado en alguna ocasión en términos parecidos. Pero asumámoslo: ni usted ni yo hemos tenido nuestro mejor día cuando hemos pronunciado una estupidez tan grande que no resiste un mínimo análisis racional.

Desde hace ya varios años -no sabría precisar exactamente cuántos, pero intuyo que el fenómeno cristalizó con la crisis de 2008- no hay conversación informal sobre política que se precie que no se resuelva con algún exabrupto hacia los políticos. Los representantes públicos se han convertido en el pimpampum de los ciudadanos, en ese recurso mágico y simple que explica todos y cada uno de los males que sufrimos. El político se ha convertido en el imaginario colectivo en sinónimo de mentira, de intereses espurios, de ambición de poder, de corrupción y de incapacidad para escuchar a la sociedad. ¿Pero es cierto? Permítanme que les haga espóiler: No.

En primer lugar, generalizar sobre los políticos es tan absurdo como hacerlo sobre los jardineros, los diseñadores gráficos o los torneros fresadores. Cuando en una ocasión le preguntaron a Churchill acerca de su opinión sobre los franceses, el premier británico respondió “no tengo el gusto de conocerlos a todos”. Si es usted de los que piensa que los políticos que tenemos son una mierda, pregúntese a cuantos conoce. ¿Sería usted capaz de citar el nombre de tres consejeros de su comunidad autónoma? ¿Sería usted capaz de decir el nombre de media docena de diputados que no sean líderes o portavoces de sus respectivos partidos? Más aún, ¿sería usted capaz de decir cinco leyes que se hayan aprobado en el Congreso de los Diputados en los últimos dos años? ¿Sería capaz de detallar qué comisiones funcionan en nuestra cámara baja? ¿No será más bien que señalar que “los políticos son una mierda” pone en evidencia su mierda de conocimiento sobre las instituciones, el trabajo y las personas a las que critica?

En este país hay alrededor de 70.000 concejales de municipios grandes, medianos, pequeños e incluso muy pequeños. Más del 80% de ellos no cobra por su trabajo, que consiste en garantizar que usted pueda disfrutar de servicios que damos por hechos. Los pocos que cobran, salvo lamentables excepciones convenientemente puestas en evidencia por los medios de comunicación y por el discurso antipolítico, perciben una auténtica miseria por un trabajo que va mucho más allá de las 40 horas semanales. La inmensa mayoría de ellos demuestra una vocación de servicio que supera con mucho la que tendría cualquiera de quienes generalizan de forma tan chusca. ¿Cuántas personas estarían dispuestas a interrumpir su carrera profesional durante 4, 8 o 12 años por un trabajo peor pagado y en el que recibe más insultos que un árbitro de fútbol?

Me dirán ustedes que no se refieren al concejal de una pequeña localidad, sino al político que aparece en televisión. De acuerdo, aceptemos el matiz sobrevenido acerca de una generalización tan gruesa e injusta. Y aceptemos también que el nivel de debate político entre los partidos no es, ni mucho menos, el más deseable. Aceptemos que la polarización y la crispación son probablemente los mayores males que ahora sufre el debate político. ¿Es usted cordial, amable y empático con quienes piensan distinto que usted? ¿Ha hecho usted un ejercicio por entender los argumentos de quienes están en sus antípodas ideológicas? ¿Se ha dado usted últimamente una vuelta por Twitter para ver cuál es el tono del debate político en nuestra sociedad?

Para bien o para mal, los políticos más mediáticos tienden a teatralizar las discrepancias para satisfacer el hooliganismo de los suyos, aunque entre bambalinas suela ser más poderoso el diálogo y la negociación que el enfrentamiento. Se podrá decir que son esos mismos políticos mediáticos quienes han alimentado el hooliganismo. Pero sería como debatir si fue primero el huevo o la gallina. Lo cierto es que, como norma general, los ciudadanos rara vez premiamos en las urnas la concordia y el talante conciliador. Nos encantan los zascas y la ridiculización de nuestros adversarios ideológicos. Incluso a veces nos encanta crear cordones sanitarios contra aquellos que mantienen posturas que consideramos indeseables. Por eso los pactos legislativos, que son más habituales de lo que pudiera parecer, ocupan tan poco espacio en los medios de comunicación. Mientras que los políticos son capaces de amortizar los enfrentamientos, rara vez sacan algún rédito mediático o electoral de los acuerdos con sus contrarios. ¿No será que, sin saberlo, somos nosotros los que alimentamos que el debate político se haya devaluado para dar respuesta a una polarización social cada vez más estúpida?

De acuerdo. Pero… ¿y los privilegios? ¿Qué me dices de los privilegios de los políticos? Y ahí entramos de lleno en el terreno de las fake news. Desgraciadamente todavía son muchísimos los ciudadanos que están convencidos de que ser diputado te da derecho a cobrar una pensión vitalicia. Da lo mismo que se haya desmentido una y mil veces. El bulo se difunde como un virus, el desmentido no. Y tampoco falta quien considera privilegio aquello que solo a través de una mirada retorcida nos puede parecer como tal. Más allá de que efectivamente puedan existir más aforados de lo razonable en nuestro país, ¿qué clase de privilegio es ese que recorta las posibilidades de recurso ante una condena judicial? Los partidos que se nutren del discurso antipolítico han logrado vender el aforamiento como privilegio, cuando se trata más bien de una garantía de los ciudadanos.

¿Y las dietas? ¿Qué me dices de las dietas que cobran los diputados? Y en este punto entramos de nuevo en aquello de tomar la parte por el todo. Una cosa es que las dietas hayan sido utilizadas de forma inadecuada por algunos diputados (algo que por supuesto debería estar más fiscalizado y ser más sancionado) y otra muy distinta que las dietas sean un oscuro instrumento que los políticos utilizan para engordar unos sueldos que nos parecen ya de por sí abultados, aunque lo sean mucho menos que los de cualquier país de nuestro entorno. Las dietas de alojamiento garantizan que a las instituciones no lleguen solo aquellas personas que puedan pagarse dos viviendas, una en su provincia de origen y otra en la capital. Y las dietas de viajes garantizan que los representantes tengan recursos suficientes para reunirse con sus representados, particularmente en sus circunscripciones. Algo que hacen, por cierto, con muchísima más frecuencia de lo que creemos. De lo anterior no se deduce que no se produzcan abusos por parte de algunos diputados. Y sería deseable un mayor control al respecto. Pero cuando se trata de hablar de “los políticos” como si fuesen un todo amorfo, parece que los matices sobran.

¿Quiero decir con todo lo anterior que los políticos son abnegados trabajadores al servicio de los ciudadanos? Pues tampoco. No al menos necesariamente. Pero no creo que entre los representantes públicos exista una tasa más alta de mezquinos, egoístas y vagos que en cualquier otro colectivo de nuestra sociedad. Lo que sí sé es que rara vez, muy rara vez, alguien se mete en política con la intención de lucrarse de ello. Zaplanas aparte.

Otra crítica habitual es aquello de que “los políticos no escuchan a los ciudadanos”. Lo que podría traducirse perfectamente por “los políticos no hacen lo que yo quiero que hagan”. Nuestras demandas no siempre tienen por qué coincidir con las del resto de la sociedad, por más que nos creamos a veces que somos la medida de todas las cosas. De hecho habitualmente los políticos tienen que satisfacer intereses contrapuestos, lo que no pocas veces provoca la falsa sensación de que no se satisface ninguno. Pero tendemos a ver los conflictos con una simplicidad a prueba de bombas, en la que parece que basta con apuntar en una u otra dirección para dar con la clave que resuelve cualquier antagonismo. Y nos enervamos cuando nos parece que los políticos no ven los problemas con la sencillez con la que nosotros los percibimos.

Por si fuera poco, rara vez tenemos en cuenta las barreras presupuestarias y legales. De tal modo que creemos que las administraciones nos tienen que arreglar ya mismo la carretera por la que circulamos todos los días, porque nuestra carretera siempre es más importante que la carretera de los demás. Y lo mismo sucede con las leyes: pensamos que cualquier ocurrencia se puede aprobar de la noche a la mañana, como si bastara que el político formulase un deseo para que este se cumpliese. Es el pensamiento mágico aplicado a la política.

Pero desgraciadamente las cosas no son siempre tan sencillas y a veces nuestro nivel de exigencia a las administraciones públicas no se corresponde con sus posibilidades de actuación. Y les pedimos imposibles. Todos hubiéramos deseado que los ERTEs producto de la pandemia se hubieran abonado más rápido. ¿Pero era realmente posible? Los servicios públicos de empleo no estaban preparados para una avalancha de cinco millones de solicitudes repentinas y totalmente imprevisibles. “Que contraten a más gente” podrá decir alguno de esos que cree que todo problema tiene una solución fácil y evidente. Como si los procesos de selección de la administración, aunque sea para personal eventual, fuesen tan sencillos como apretar un botón. O como si fuese fácil encontrar de la noche a la mañana a personas cualificadas o formarlas para revisar expedientes de regulación de empleo en una plataforma informática determinada. “Minucias”, dirá quien convierte en cierta aquella frase que dice que cuando lo único que tienes es un martillo, todo problema empieza a parecerse a un clavo.

La verdad es que cada vez que escucho aquello de que “todos los políticos de este país son una mierda” o cosas similares, me echo a temblar. Porque me parece que la frase resume a la perfección una determinada mirada a las instituciones públicas que es justo la que prefieren quienes defienden discursos extremistas y antidemocráticos. Alimentar la desconfianza y los prejuicios de los ciudadanos hacia las instituciones políticas es sencillo, pero se trata de un camino que siempre termina en terrenos mesiánicos y autoritarios. La democracia es siempre compleja, contradictoria e insatisfactoria. Pero se trata de un proyecto de convivencia, no de un concurso para ver quien se gana antes al público con medias verdades, promesas falsas o formulaciones simplistas. El pensamiento crítico no consiste en expresar malestares o insatisfacciones sino en asumir que la realidad es compleja y que nuestra capacidad para transformarla no es ilimitada. Ojalá las cosas fuesen tan sencillas como algunos las pintan.

Proc/JFIF/EFE-Calidad:Excelente

Encuentros en la tercera fase

Hace apenas unos días llegué a Xixón. Los últimos cuatro meses han pesado como cuatro años y resultó imposible contener las lágrimas al cruzar el túnel del Negrón, al bajarse del Alsa y sentir el olor a salitre y sobre todo al ver a mi madre tras más de cien días comunicándome con ella a través de la pantalla del teléfono móvil.

He pasado el estado de alarma en Madrid, el epicentro de la tragedia, solo y confinado en un piso interior de 30 metros cuadrados. Pero he sido un auténtico privilegiado. Dispongo de aire acondicionado con el que refrescarme en las tardes de canícula madrileña, televisión por cable que me ha mantenido entretenido con películas y series de todo tipo y una conexión de internet de banda ancha que me ha permitido comunicarme con mi pareja, con mi familia y con mis amigos a través de videollamadas. Desgraciadamente en mi barrio mucha gente no tiene todos esos privilegios. Muchos tienen que vivir hacinados en pisos minúsculos sin las mínimas condiciones de habitabilidad, de higiene y de intimidad. Han visto desaparecer sus ingresos, producto del subempleo, y no han podido disponer de ERTES que amortigüen su situación. Su realidad económica no solo no les ha permitido tener una alimentación adecuada, sino que ni siquiera han tenido la oportunidad de adquirir mascarillas o gel hidroalcohólico, incluso con precios limitados gubernamentalmente. Su confinamiento ha sido doble: el miedo a ser identificados por la policía y a que se les abriera expediente de expulsión les ha llevado a recluirse en una suerte de prisión domiciliaria en la que cada salida al supermercado ponía en riesgo su proyecto vital. Nuestros vecinos han pasado un confinamiento mucho peor que el nuestro, el de nuestros hijos y el de nuestros perros. Y sin acceso a Twitter o Facebook, espacios que nosotros hemos utilizado para dejar claro al mundo nuestras más sonoras e hiperbólicas quejas, muchas veces banales y producto de una manera aburguesada, insolidaria y escasamente empática de estar en el mundo.

En una situación tan extraordinaria y dramática como la que hemos vivido, hemos superado en no pocas ocasiones el umbral de la crítica razonada y razonable para sumergirnos en un mar de malestares y quejas triviales, en la que vivimos como intolerable que nos quiten los palillos y las servilletas de las barras de los bares o que el repartidor de Amazon nos deje los paquetes en el portal y no suba a entregárnoslo a la puerta de nuestro domicilio.

En ese contexto moral y político, del que ninguno somos inocentes, regresé hace unos días a Xixón. Y lo que ya había detectado a través de numerosas llamadas telefónicas a amigos y familiares durante los últimos tres meses, se confirmó: la percepción subjetiva de la realidad que hemos vivido ha sido diametralmente opuesta en Madrid y en Asturies. La explicación es sencilla: al norte del Negrón el impacto de la pandemia ha sido relativamente leve y la sensación de gravedad no ha calado de la misma manera que en Madrid, que a finales de marzo y principios de abril se convirtió en el escenario de una película de terror.

Si acaso, la ausencia de gravedad subjetiva hace más elogioso el compromiso de la mayoría de los ciudadanos de Xixón, que por lo que he podido comprobar respetan de forma razonable las medidas elementales de seguridad: el uso de mascarillas y la distancia interpersonal. Pero corremos el riesgo de que el tiempo y la ausencia de rebrotes en Asturies nos lleven a rebajar la tensión y a descuidar las precauciones. Al fin y al cabo, si aquí no hemos tenido un gran impacto de la pandemia ha sido precisamente porque se han tomado medidas muy drásticas que han impedido una transmisión comunitaria a gran escala cuando todavía estábamos a tiempo. Pero ahora la responsabilidad ya no es solo de las administraciones públicas. Es también, y sobre todo, una responsabilidad individual de cada ciudadano.

En este escenario, he vivido en los últimos días situaciones sin mayor importancia pero ilustrativas de esa dislocación de la sensación de gravedad que existe entre Madrid y Asturies. Todos los encuentros que he tenido con amigos en los últimos días han tenido una misma situación inicial: al negarme a besarles o abrazarles y ofrecerles un choque de codos, han esbozado una sonrisa y he escuchado comentarios jocosos acerca de mi exceso de prudencia, casi como si me hubiera vuelto una especie de paranoico o como si mi gesto fuese una suerte de miedo irracional y extralimitado, y no un acto de solidaridad y de cariño hacia ellos.

En los últimos cuatro meses en Madrid yo he pasado miedo, lo reconozco. Mucho miedo. Pero no era miedo a contagiarme sino a contagiar a otros. Miedo a que un solo descuido mío hiciese enfermar a mis vecinos octogenarios, a los que les traía la compra cada semana. Miedo a que un descuido de otros hiciese enfermar a mi madre o a mis seres queridos.

En una situación como la que hemos vivido, lo razonable era -y probablemente sigue siendo- sentir miedo. Aunque a veces se utilice la noción de miedo como sinónimo de irracionalidad o de paranoia, no siempre es así. Existe, es cierto, un miedo irreflexivo que nos lleva a sobreactuar. Pero también existe un miedo sensato, incluso virtuoso, que nos empuja a estar alerta y a mantener las medidas de prudencia necesarias ante un peligro real. Si la antítesis del miedo irracional es la sensatez, el opuesto del miedo virtuoso es la temeridad. En este caso, además, se trata de una temeridad que no solo nos pone en peligro a nosotros mismos sino también, y sobre todo, a los demás. Las medidas preventivas individuales, en contra de lo que piensan tanto quienes sobreactúan como aquellos que minimizan el riesgo, no son medidas de autoprotección sino ejercicios de solidaridad con los otros. Ni unos ni otros se han dado por aludidos, por más que las autoridades sanitarias lo hayan repetido hasta la saciedad: llevamos mascarillas para proteger a los demás, no para protegernos a nosotros mismos.

Lo que está sucediendo tanto en otras provincias españolas como en otros países debería servirnos de ejemplo en un lugar como Asturies en el que por fortuna estamos, a día de hoy, libres de COVID 19: cuando asumimos un riesgo que podemos evitar, por pequeño que nos parezca, estamos también obligando a toda la sociedad a asumirlo. Riesgo de contagios, riesgo de rebrotes, riesgo de nuevo confinamiento y riesgo de muerte. Y asumir tal riesgo -y besar a una persona que viene de una zona con mayor incidencia del virus lo es- es un ejercicio de temeridad insolidaria, particularmente con algunos de los sectores más desprotegidos de nuestra sociedad. Y también es un ejercicio de falta de humildad: mi criterio sobre las medidas de precaución; por más absurdas, excesivas y desatinadas que me parezcan, no está por encima del criterio de las autoridades sanitarias. Incluso aunque todos nos creamos ya sabedores de qué medidas hay que tomar para impedir el contagio en una pandemia.

Con todo, es cierto que la franja de lo razonable, que separa las actitudes temerarias e insolidarias de una sobreactuación que puede ser igualmente insolidaria, no siempre es nítida. Y es fácil pasarse tanto por exceso como por defecto. Del mismo modo que en Asturies he detectado actitudes quizás excesivamente relajadas, en Madrid también he visto exactamente lo contrario. Algunas de mis amistades allí han decidido pagarse una prueba de COVID 19 en una clínica privada antes de viajar a sus zonas de origen. Por un lado me parece una actitud escasamente solidaria, utilizando un recurso sanitario limitado sin ningún criterio clínico que lo justifique. Además viste de precaución lo que es exactamente lo contrario: me hago una prueba para quedarme tranquilo cuando voy a ver a mis familiares pero no tengo ningún inconveniente en quedar para tomar cañas con mis amigos cuando estoy en Madrid. Y por último es absolutamente ineficaz: la prueba -en este caso de anticuerpos- ni tiene una fiabilidad absoluta ni garantiza que no podamos contagiarnos después de hacérnosla. Y lo que es aún más grave: el resultado de la prueba nos puede dar una sensación de falsa seguridad que nos lleve a relajar las medidas de precaución más elementales. Como me dijo una amiga hace poco: “gracias a que me he hecho la prueba y he dado negativo, he podido abrazar y besar a mi madre”. Lo curioso de todo esto es que quien actúa de ese modo cree estar haciendo lo correcto, incluso aunque en algún caso no haya sido lo suficientemente vigilante en el cumplimiento de su confinamiento justo cuando en Madrid se producían cientos de muertes diarias. Pero lo correcto es atender a lo que dicen las autoridades sanitarias, que han desaconsejado vehementemente ese tipo de pruebas privadas realizadas sin más criterios clínicos que la propia tranquilidad.

Nos toca vivir tiempos extraños, en los que nuestra cotidianidad ha sido trastocada y la responsabilidad individual se ha puesto en primer plano. Hoy, más que nunca, la conciencia de comunidad y la solidaridad (particularmente la solidaridad intergeneracional) son una obligación moral. Pero la sensación de que lo peor ya ha pasado nos puede conducir a desatender el cuidado de los demás, que hoy pasa por poner todo de nuestra parte para impedir nuevos contagios. Y a veces no besar a la gente a la que quieres puede ser el mayor gesto de amor que existe.

Reflexiones en cuarentena: los menores y el confinamiento

No soy padre. Quiero empezar dejándolo claro de antemano. No soy padre y no puedo siquiera imaginarme lo que tiene que ser vivir este confinamiento con niños en casa que no pueden ejercer plenamente de niños. Me hago plenamente cargo de que la situación puede llegar a ser particularmente difícil para los menores que llevan ya más de un mes sin ver la luz del sol. No voy a minimizar ni un poco las dificultades que esta situación supone para ellos, particularmente agravadas cuanto peores son las condiciones socioeconómicas de la familia en la que viven.

Casi desde el inicio del estado de alarma se han alzado voces pidiendo que el confinamiento se relajara para los menores. En los últimos días, cuando parece que hemos pasado el pico de la curva de contagios, esas voces se han multiplicado exponencialmente y lo que en principio podían ser dudas más que razonables se han convertido en exigencias, críticas y demandas. Van ahí algunas reflexiones al respecto:

  • Todo indica que una de las primeras medidas que se tomarán de desconfinamiento será permitir la salida de menores bajo determinadas condiciones. Casi con toda seguridad lo veremos en las próximas semanas. Pero toda medida de desconfinamiento progresivo tiene que ser avalada por las voces expertas que están liderando la lucha contra la pandemia. Exigir que se tomen determinadas medidas, ya sea para los menores o para cualquier otro colectivo, sin tener en cuenta a los epidemiólogos, que son quienes disponen de los datos y los conocimientos suficientes, es sencillamente una imprudencia y una irresponsabilidad. Escuchemos lo que dicen los expertos. Por lo pronto el gobierno ya ha encargado informes a los pediatras.
  • Conviene dejarlo meridianamente claro: los menores sí pueden salir actualmente de casa, acompañados por un adulto, para realizar las actividades de primera necesidad, como por ejemplo hacer la compra. Fue una de las primeras correcciones que hizo el gobierno al Real Decreto de declaración del estado de alarma, concretamente en el BOE del día 18 de marzo, si bien se seguía recomendando que, siempre que fuese posible, no salieran los menores de casa. Se podrá decir que es insuficiente y no cabe duda de que esas eventuales salidas no colman en absoluto la razonable necesidad que puedan tener los menores de salir de casa, hacer ejercicio o tomar el sol.
  • El confinamiento de los menores – y también de algunos adultos- puede generar problemas psicológicos, de aprendizaje o de sociabilidad, si bien es difícil calibrar realmente hasta donde llega ese riesgo en una situación tan insólita y probablemente no suficientemente estudiada. No cabe duda que el confinamiento no es una situación psicosanitaria ideal para un niño. Pero los riesgos de esa situación se justifican como medida preventiva ante un riesgo muchísimo mayor. Quienes pueden calibrar los beneficios o perjuicios de tomar una u otra medida son los expertos en la pandemia. Y lo mejor que podemos hacer es fiarnos de ellos.
  • Es completamente comprensible la preocupación de las madres y los padres por la salud de sus hijos. Todo parece indicar que será una de las primera medidas que se tomen, cuando se empiece a relajar progresivamente el confinamiento, pero bajo circunstancias muy estrictas y razonables. Seguramente los menores podrán salir un tiempo limitado cada día, en los alrededores de su domicilio, con mascarilla y guantes y sin posibilidad de socializar con otros niños. No dudo de los beneficios que ese pequeño respiro pueda tener para el menor, pero las lógicas limitaciones de esa salida y su escaso impacto en la salud psicosocial del mismo difícilmente pueden justificar la exageración, la indignación y el abuso de las hipérboles de algunos padres en los últimos días ante la actual situación.
  • Curiosamente las voces que más se han escuchado reclamando que se relaje el confinamiento de los menores han venido de familias acomodadas, sin grandes problemas económicos, con suficientes recursos digitales y espacio en su vivienda. Pero intuyo que el mayor problema de los menores no es que se les impida esa breve salida del domicilio con guantes y mascarilla, sino la situación en la que muchos de ellos están viviendo el confinamiento. Mientras algunos de ellos disponen de conexiones de banda ancha, ordenadores y móviles propios, servicios de televisión de pago, consolas de videojuegos y una habitación individual, otros muchos viven en pequeños pisos hacinados con muchos más familiares y sin posibilidad de acceder a los beneficios que nos ofrecen las nuevas tecnologías para la socialización, la educación o el ocio. Me preocupa mucho más las condiciones de confinamiento de estos últimos que la imposibilidad de salir de los primeros.
  • Me parece prioritario y urgente que se tomen medidas para paliar la brecha digital de algunas familias, proporcionándoles dispositivos y conexiones que permitan que los más pequeños vivan este confinamiento en unas mejores condiciones de sociabilidad, aprendizaje y ocio. Por supuesto las nuevas tecnologías no suplen por completo las relaciones interpersonales ni la necesidad de realizar salidas al aire libre, pero sabemos que el desconfinamiento de los menores no va a ir acompañado, al menos en los primeros momentos, de una recuperación de la sociabilidad. Solo pueden minimizar los beneficios de las nuevas tecnologías en la actual situación aquellos que disfrutan de ellas cada día.
  • Quienes demandan que se relajen las medidas para los menores tal vez deberían ser más selectivos, salvo que les preocupe más su propia situación personal que el bienestar social. ¿Tiene la misma necesidad de salir un niño que reside en una vivienda unifamiliar con jardín, que dispone de un cuarto propio con ordenador, móvil, tablet, Playstation, Spotify y Netflix que el que vive en un piso interior de 40 metros cuadrados sin todas esas comodidades? ¿Es el mismo el riesgo que supone la salida diaria de un menor que vive con personas mayores o en situación de riesgo que aquellos que no viven en ese contexto? ¿Deben poder salir todos los menores al margen del riesgo de contagio y transmisión que tengan en su entorno? ¿Es la misma la situación de un niño de 5 años que la de un adolescente de 14?
  • Solo cuando se realice un estudio serológico será posible calibrar, con elementos de juicio suficientes, la pertinencia de las medidas de desconfinamiento, incluidas aquellas que atañen a los menores. Las diferencias entre territorios son notables y, por lo que señalan los epidemiólogos, virólogos e inmunólogos, el desconfinamiento dependerá del nivel de inmunidad de la población, que muy probablemente será inversamente proporcional a la tasa de contagios. Es una temeridad exigir determinadas medidas sin disponer aún de tales datos, que en todo caso solo podrán valorar los expertos. O mucho menos reclamar que se relajen las medidas en aquellos territorios con menos tasa de contagios. En contra de lo que algunos piensan, si la sociedad española está confinada no es por lo que está pasando en Madrid. Es precisamente para que aquello que nos ha pasado en Madrid no ocurra en otras comunidades autónomas de nuestro país.
  • No podemos hacer trampas argumentales en esta situación. Algunos se han llegado a preguntar públicamente por qué los empleados de servicios no esenciales pueden salir a sus puestos de trabajo y en cambio los menores no. Seamos serios. Sabemos que no solo nos encontramos frente a una pandemia gravísima sino también ante una de las peores crisis económicas de la historia. De poco sirve combatir la pandemia si podemos generar situaciones económicas que puedan ser incluso más lesivas para la salud de los ciudadanos. Y por supuesto es legítimo cuestionar si se debe permitir o no la reactivación de servicios no esenciales en este momento, aunque tal vez convendría hacerlo con algún fundamento económico. En todo caso sabemos que las estrategias para combatir el COVID 19 y aquellas destinadas a mitigar la crisis económica son, en ocasiones, contrarias. Y no está del todo claro en qué medida tenemos que situar unas por delante de otras en cada caso. La situación es tan extraordinaria que no existen recetas mágicas al respecto. Pero tratar de justificar la exigencia de que los menores puedan salir apelando a salida de los trabajadores no esenciales, que en todo caso son una minoría, es hacernos trampa al solitario.
  • Resulta absolutamente comprensible la preocupación de los padres y las madres por sus hijos. Pero seamos un poco ponderados. La situación puede ser difícil para los menores. Incluso muy difícil. Pero los niños no son frágiles jarrones chinos que se rompen con apenas rozarlos. En muchos casos pueden estar mejor preparados que muchos adultos para afrontar una situación tan grave como la que estamos viviendo.
  • Por último, me incomoda un poco esa sensación que empiezo a detectar en algunas personas de “qué hay de lo mío”. Durante las primeras semanas algunos parecían vivir el confinamiento como algo casi divertido, por lo extraordinario, y las redes se llenaron de memes y videos graciosetes que muchos hacían en su hogar. Y ahora se han dado cuenta de que el confinamiento ya se hace largo y que está lleno de incomodidades y dificultades. Resulta absolutamente comprensible que un padre o una madre se pregunte por qué sus hijos no pueden salir a dar un paseo. Pero bajo el mismo criterio me podría preguntar por qué no puedo salir yo a dar un paseo, que vivo en un piso interior de 30 metros cuadrados casi sin luz natural. O por qué un runner no puede salir a correr media hora al día si no tiene contacto social con nadie. Y si un runner puede salir, puede salir cualquiera. Desde luego no parece lo más razonable en el actual escenario. Es sano dudar, preguntar, demandar, exigir… Pero hagámoslo con responsabilidad y pensando en el bien común y no solo en nuestra situación personal o la de nuestra familia. Tengamos paciencia. Por una vez, solo por una vez, pensemos antes en los demás, en sus menores y en sus mayores, antes que en nuestros propios hijos. Seguro que así nos va mejor a todos.

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Algunas reflexiones sobre la cancelación del concierto de C. Tangana en Bilbao

Algunas reflexiones a vuelapluma sobre la cancelación del concierto de C. Tangana en el Aste Nagusia de Bilbao 2019:

  • Las letras de C. Tangana son lamentables. Pero igualmente lamentables eran las de Pablo Hasel o Valtonyc. Por descontado no es lo mismo cancelar un concierto que enviar a un músico a prisión. Pero la diferente percepción de Podemos ante las letras de uno y de los otros es muy poco coherente. Mientras que C. Tangana “fomenta la cultura de la violación”, Valtonyc (cuyas letras como mínimo banalizaban la violencia) era invitado a La Tuerka, el programa de Pablo Iglesias. Y eso ocurría antes de que Valtonyc se viera envuelto en el proceso penal.
  • La doble vara de medir con este y otros temas es uno de los aspectos que más afectan a la imagen de la izquierda. En este caso, mientras las letras machistas de C. Tangana se leen en su literalidad y no cabe interpretación alguna, las de Valtonyc animando a matar policías o políticos hay que entenderlas casi como licencias poéticas. No se opera con la misma indulgencia en un caso y en el otro. Y eso lo perciben los ciudadanos.
  • La posición de Bildu no sorprende. Hace años la izquierda abertzale pidió la cancelación de un concierto de Chenoa bajo el argumento de que fomentaba el sexo sin preservativo con aquella letra que decía “Y no me hables de sexo seguro / no plastifiques mi corazón”. Aquella postura de la izquierda abertzale era tan ridícula como moralista. Además los grupos cercanos a la izquierda abertzale tienen todo un historial de cancelaciones injustas por motivos políticos, con lo cual Bildu debería ser aún más sensible a esa forma de censura.
  • Las cancelaciones de conciertos por motivos ideológicos son una práctica demasiado habitual en los ayuntamientos, particularmente cuando cambian de signo político. Lo vimos hace tan solo unos días con Luis Pastor en Madrid, lo que fue una auténtica vendetta política. Se trata de una forma de proceder intolerable, que además daña la imagen de las instituciones públicas.
  • En este caso el Ayuntamiento de Bilbao perfectamente podría no haber contratado a C. Tangana para sus fiestas, entendiendo que sus letras no eran las más adecuadas. Pero la contratación se produjo por motivos que desconocemos. Lo que no tiene sentido es que un concierto se cancele quince días antes de su celebración. Tal cosa solo debería ocurrir en casos de fuerza mayor y por motivos sobrevenidos. Porque la cancelación supone siempre un perjuicio para el propio grupo, para la gente que tenía previsto desplazarse para verlo e incluso para el propio ayuntamiento. Pero además si un ayuntamiento cancela, por causas no sobrevenidas, un concierto que él mismo contrató, está reconociendo implícitamente su propia incompetencia en la contratación. ¿Acaso el Ayuntamiento de Bilbao no conocía las letras de C. Tangana cuando lo contrató? ¿O ha cancelado el concierto porque ha sucumbido a las presiones?
  • Lo que convierte esta cancelación en singular es que se produce a instancias de la izquierda, concretamente de Elkarrekin Podemos y Bildu. Estamos acostumbrados a que sea la derecha quien cancele conciertos y otros eventos culturales por motivos políticos. Precisamente por eso, la izquierda debería ser mucho más cuidadosa. Y más aún las autodenominadas “fuerzas del cambio”.
  • Por parte de Elkarrekin Podemos es además una auténtica torpeza. Tan solo unos días después de la cancelación en Madrid del concierto de Luis Pastor, es muy difícil sostener un relato que justifique una decisión que inevitablemente va a ser percibida como una forma de censura.
  • Elkarrekin Podemos podría haber mantenido una posición mucho más prudente: solicitar que en el futuro se tengan en cuenta determinados criterios para la contratación, exigir que la programación tenga que ser aprobada previamente por la Comisión de Fiestas y no sea únicamente el equipo de gobierno quien la diseñe, proponer una reflexión sobre los contenidos de los actos culturales que se celebran con dinero público… Tenían muchas posibilidades antes que exigir la cancelación de un concierto que ya estaba anunciado.
  • Resulta como mínimo sorprendente que hasta ahora Elkarrekin Podemos no se hubiera manifestado ante la contratación de C. Tangana, que fue anunciada hace ya varias semanas. ¿Responde la posición de Elkarrekin Podemos a las presiones de colectivos feministas o al deseo de contentar a los mismos? ¿O se trata de una decisión autónoma, fruto exclusivamente de una reflexión en la propia organización política? Es preciso ser muy cuidadosos para no convertir la atención a las demandas legítimas de los movimientos sociales en una forma de instrumentalizarlos.
  • Afirmar que las letras de C. Tangana “fomentan la cultura de la violación” es excesivo y oportunista. Desde luego algunas de sus letras pueden ser abiertamente sexistas. Pero utilizar la expresión “cultura de la violación” para calificar cualquier actitud machista es aprovecharse de un determinado clima social y supone de algún modo banalizar las agresiones sexuales. Además recurrir a ese tipo de expresiones de trazo grueso como si se explicasen por si mismas es, como mínimo, poco inteligente. Lejos de fomentar un discurso antisexista hace daño a la imagen del movimiento feminista.
  • Es muy peligroso alimentar la imagen del feminismo como un movimiento censor y moralista. El feminismo es un movimiento que dialoga con la sociedad, no una suerte de inquisición cultural. La falta de prudencia de Elkarrekin Podemos y de Bildu en este tema, optando por la posición más tajante (la cancelación), puede dañar más que beneficiar al movimiento feminista.
  • Es preciso reflexionar sobre los límites entre ficción y realidad. Y su relación con la ética. Si en otros géneros más narrativos (cine, literatura, teatro…) no acaba de estar del todo claro, en la música la confusión es muchísimo mayor. Una canción cuya letra contenga expresiones violentas o misóginas no tiene por qué reflejar necesariamente la mentalidad de su autor. Este es un criterio elemental para cualquier obra de arte. Pero por algún motivo en la música (y concretamente en la música popular) no se suele percibir de ese modo.

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Échele la culpa a la posmodernidad

¿Quiere usted criticar algún fenómeno social contemporáneo que le resulte antipático? No le dé más vueltas. Échele la culpa a la posmodernidad. No tendrá usted que reflexionar mucho ni dar más explicaciones. Nadie entenderá lo que quiere usted decir. Ni siquiera usted mismo. Pero todos asentirán ante su aguda y solemne reflexión.

En realidad da lo mismo que usted no haya leído ni un solo párrafo de Lyotard, Foucault, Deleuze o Derridá. Y si es de los pocos que sí los ha leído, da igual que no haya entendido ni media frase. No se preocupe. En realidad no es culpa suya. Lo cierto es que los autores postestructuralistas son muy oscuros y sus textos particularmente complejos y alejados del lenguaje académico habitual de la filosofía occidental. No son fáciles de entender y adentrarse en su pensamiento requiere de mucha práctica. Y esa dificultad ha servido para atribuirles todo tipo de posiciones disparatadas y contradictorias. La posmodernidad sería de ese modo sinónimo de individualismo egoísta, al más puro estilo Ayn Rand. Y al mismo tiempo sería también sinónimo de comunitarismo y de exaltación de las identidades colectivas. Es decir, sirve lo mismo para un roto que para un descosido.

La posmodernidad se utiliza también como sinónimo de relativismo. Y de frivolidad. Y de anticientificismo. Pero solo una caricatura simplificadora podría desvirtuar hasta tal punto la que fue una de las principales corrientes filosóficas del siglo XX. Lo cierto es que la posmodernidad se ha convertido en el anticristo de aquellos que desconfían de los nuevos movimientos sociales. Se ha convertido en el epítome del mal para la izquierda más rancia y ortodoxa, que considera que el feminismo, el movimiento LGTBI, el antirracismo o el ecologismo son productos culturales que diluyen el sujeto revolucionario en una miríada de sujetos reformistas. Y además distraerían del que es el antagonismo fundamental, de origen netamente material: la lucha de clases. En realidad el debate no es nuevo y fue un discurso muy habitual en los partidos leninistas de los años 80, que veían como los nuevos movimientos sociales les arrebataban la hegemonía sobre una izquierda en transformación, que trataba de adaptarse a unas sociedades cada vez más diversas. Afortunadamente la caída del Muro de Berlín se llevó consigo a la mayoría de aquellos partidos leninistas. Y con ellos, aquella mirada tóxica hacia el feminismo, el ecologismo, el movimiento LGTBI o el antimilitarismo. Pero casi treinta años después ha resurgido, como el Ave Fénix, para alertarnos sobre los peligros de la diversidad.

Este revival rancio le permite a usted utilizar conceptos como “lucha de clases” o “proletariado” sin explicar siquiera someramente de qué está hablando. Al fin y al cabo son expresiones puramente performativas que dicen más sobre aquel que las utiliza y sobre cómo quiere presentarse ante el mundo que acerca de las realidades que presuntamente pretende caracterizar. Lo cierto es que utilizar categorías analíticas del siglo XIX en el siglo XXI, haciéndolas encajar a martillazos, no suele proporcionar buenos resultados. Si utilizamos la expresión “lucha de clases”, al menos deberíamos tener la honestidad intelectual de contextualizarla y desarrollarla. Porque hasta el más conspicuo marxista se dará cuenta de que la estratificación y la movilidad social de 2019 se parece tanto a la de 1850 como una paloma mensajera a un smartphone.

La posmodernidad, dicen los defensores de la trampa de la diversidad, es un producto del neoliberalismo. Y se quedan tan anchos. Al fin y al cabo neoliberalismo es otra de esas palabras performativas. No hace falta que usted haya leído a Hayek para utilizarla. Basta con querer presentarse ante los demás como un irredento anticapitalista. Porque precisamente son quienes se erigen en críticos del presunto identitarismo posmoderno quienes pretenden construir una identidad de izquierdas en sentido fuerte, que trascienda todo conjunto de valores más o menos definido, a base de utilizar un léxico vacío y rancio pero inequívocamente izquierdista. De hecho han sido los autores postestructuralistas los principales críticos de las identidades plomizas y esencialistas propias de la modernidad: nación, clase, religión… Grandes relatos que se presentaban como emancipadores y que acabaron siendo el origen de algunas de las peores opresiones que han sufrido los seres humanos. Frente a esos grandes relatos identitarios, la posmodernidad ha opuesto unas identidades plurales, efímeras, provisionales, cambiantes, contradictorias y contingentes que operan más en el dominio del juego que en el de la construcción social.

No cabe duda de que en las batallas culturales de las que han sido protagonistas los nuevos movimientos sociales se han cometido excesos. Y no deberíamos ocultarlos. Pero en muchos casos esos excesos han estado provocados precisamente por aquellos que consideraban que los nuevos movimientos sociales eran solo una parte subalterna de un discurso anticapitalista más amplio, lo que conduce inevitablemente a excluir a una mayoría social que no se siente identificada con el discurso anticapitalista. El último manifiesto del 8 de marzo en Madrid es un buen ejemplo de ello. Parecía más bien el programa político de un partido anticapitalista antes que el manifiesto de un movimiento tan plural como es el feminismo. Y lo peor es que las reivindicaciones sobre la igualdad de género quedaban diluidas en una impugnación a la totalidad forzada y maximalista.

La corrección política asfixiante y los excesos autoritarios que a veces es posible detectar en algunos movimientos de nuevo cuño también son producto de una ortodoxia izquierdista que considera que la realidad social se puede leer científicamente, en términos de verdad o mentira. Como si se tratase de la mismísima Ley de la Gravedad. Y con esos mimbres se ha construido un discurso autoritario, antipluralista y antidemocrático en una parte de la izquierda que no deja espacio para la opinión y el disenso, prerrequisitos de la democracia. Es la negación de la política: no se trata de construir convivencia a partir de opiniones diversas sino de aprehender “la verdad social” y defenderla con uñas y dientes. Porque sobra decir que la verdad está siempre de nuestro lado. Ese discurso ha impregnado en parte a los nuevos movimientos sociales, a los que la izquierda tradicional siempre ha tratado de instrumentalizar. Al fin y al cabo esa izquierda melancólica puede ser rancia pero no es estúpida. Y saben que moviliza infinitamente más el 8 de marzo o el Orgullo LGTBI que un llamamiento vago e impreciso a la lucha de clases o a una revolución anticapitalista que siempre está por llegar, como si se tratase del mismísimo Mesías redivivo.

Y es que precisamente el feminista y el LGTBI han sido los dos movimientos sociales que más y mayores transformaciones sociales han logrado en las últimas décadas. Y lo han hecho sin violencia y con una capacidad de hablarle al conjunto de la sociedad, y no solo a cuatro iluminados, que es ajena a la izquierda tradicional. En eso el Orgullo LGTBI es ejemplar, más incluso que el 8 de marzo, por su carácter inclusivo y por su capacidad de reivindicar derechos sin apelar a una presunta superioridad moral y sin reñir a la ciudadanía. Y ha logrado en muy pocos años una normalización de las orientaciones sexuales distintas a la heterosexual que hace tres o cuatro décadas era impensable. Pero para la izquierda purista y melancólica, el Orgullo es un ejemplo de cómo los nuevos movimientos sociales son un producto del neoliberalismo: la participación de grandes empresas y multinacionales pondría en evidencia que el movimiento LGTBI no incomoda al capital. Como si el capital fuese un señor con chistera que enciende puros con billetes de millón. Y como si el objetivo del movimiento LGTBI tuviera que ser incomodar al capital. Lo cierto es que la participación de grandes empresas en el Orgullo, más allá de la crítica que se le pueda hacer a los convocantes por la excesiva mercantilización, es síntoma de una victoria rotunda del movimiento LGTBI. Y la crítica de la izquierda melancólica es síntoma de algo mucho más grave: una homofobia encubierta de quien piensa que el homosexual, o al menos “el buen homosexual”, tiene que ser anticapitalista.

Bien es cierto que el terreno de los derechos laborales es probablemente aquel en el que más retrocesos hemos vivido en las últimas décadas. Y que es necesario hacer un esfuerzo por recuperarlos. Pero es arbitrario señalar la desigualdad material como la contradicción fundamental, por delante del racismo que viven las personas racializadas, el machismo que sufren las mujeres o la homofobia que aún padece el colectivo LGTBI. Establecer una jerarquía de los males sociales es absurdo, poco útil e injusto. Más aún en una sociedad abierta y plural, en la que el bienestar material es comparativamente alto con respecto a la inmensa mayoría de países del mundo, a pesar de que aún queda un camino muy largo por recorrer en lo que respecta a la igualdad económica y al reparto de la riqueza. Conviene recordar, además, que los fallidos experimentos estatales anticapitalistas que, salvo excepciones caribeñas, hemos visto nacer y morir en el siglo XX no lograron atenuar las desigualdades étnicas, de género o de orientación sexual. En no pocos casos las agravaron, de hecho. Y paradójicamente fueron los regímenes democrático-liberales los que abordaron esas cuestiones desde criterios mucho más progresistas que las naciones del socialismo real. Probablemente porque derechos fundamentales como la libertad de expresión, de prensa o de reunión permitieron la cristalización de aquellos nuevos movimientos sociales en las décadas de los 70 y 80 del pasado siglo.

Resulta desolador que una parte de la intelectualidad progresista, afortunadamente residual, considere que el gran problema de la izquierda es la diversidad, caracterizada como una gran trampa que nos ha puesto el neoliberalismo, posmodernidad mediante, para distraernos del gran proyecto emancipador. Y es que precisamente la diversidad ha sido una de las mayores y mejores conquistas que hemos logrado en las sociedades abiertas. El conflicto es inherente a la diversidad y haber sido capaces de gestionarlo de forma pacífica y razonable en términos de convivencia es una victoria colectiva que deberíamos proteger, por más excesos que detectemos susceptibles de ser corregidos.

Conviene decirlo claro. El gran problema de la izquierda, aquel que la sitúa más cerca de la irrelevancia que de la capacidad de transformación, no es la diversidad. Es precisamente lo contrario. El gran problema de la izquierda es que aún perviven en ella actitudes autoritarias y uniformizantes, antipluralistas y antidemocráticas. El gran problema es que somos incapaces de hablarle a la sociedad sin regañarla. Ni siquiera somos capaces de gestionar nuestra propia diversidad interna sin purgas ni insultos, lo que nos sitúa en un mal lugar para dirigirnos a aquella sociedad a la que decimos defender. La izquierda uniforme que algunos anhelan con una dosis preocupante de melancolía solo se entiende en una sociedad infinitamente menos diversa, como era la de hace 150 años. Hoy no solo sería imposible. También sería indeseable.

La trampa de la diversidad

Homofobia e izquierda

Tras los incidentes en torno a la participación de Ciudadanos en la manifestación del Orgullo 2019, Pablo Iglesias hizo unas declaraciones en las señalaba que «es lógico que el colectivo LGTBI no este muy contento viendo que Ciudadanos ha llegado a acuerdos con la extrema derecha”. Estas palabras de un líder político pasaron desapercibidas como un intento más de justificar lo ocurrido. Pero lo más grave de ellas no es ese “todo vale” para combatir al adversario político que vemos con demasiada frecuencia. Lo peor es que las palabras de Iglesias responden a una idea bien instalada en el imaginario colectivo de una parte de la izquierda, que destila una homofobia encubierta.

Uno de los aspectos en los que más se había avanzado en los últimos años es el de la normalización de las orientaciones sexuales distintas de la heterosexual. Nuestra sociedad había asumido que las personas del colectivo LGTBIQ+ no forman parte de un dominio separado y extraño, dotado de unos códigos propios que son ajenos a los de las personas hetero. Son nuestros familiares, nuestros vecinos, nuestros amigos y nuestros compañeros de trabajo. Somos nosotros mismos. Y eso implica asumir que las personas que comparten una misma orientación sexual son tan diversas como lo son las heterosexuales.

En realidad la izquierda tradicional, con pocas pero honrosas excepciones, siempre ha percibido al movimiento LGTBI como algo ajeno, extraño y no bien comprendido. El Orgullo era considerado una movilización posmoderna, identitaria y con un componente festivo que encajaba mal en una izquierda impregnada de una épica revolucionaria más propia de la masculinidad heteronormativa. Se trataba de una expresión más de esa “trampa de la diversidad” con la que la izquierda tradicional gusta de calificar todo aquello que no responde a “la contradicción fundamental del capitalismo”. El estereotipo del marica frívolo, apolítico y de alto poder adquisitivo se instaló en el imaginario izquierdista, lo que chocaba frontalmente con el discurso de clase y con la mirada ultraideologizada de una izquierda que aún era deudora del marxismo-leninismo más rancio. Arraigó así poco a poco el discurso acerca de la “mercantilización del Orgullo” que, aun pudiendo tener parte de razón, demostraba la incomprensión de algunos sectores de la izquierda hacia la exitosa estrategia de normalización que habían utilizado los colectivos LGTBI. Que el Orgullo, a diferencia del 8M, no quisiera ser anticapitalista era algo que irritaba a la izquierda repartidora de carnets. Y en parte por ello nació el Orgullo Crítico, que no es otra cosa sino el Orgullo izquierdista. Un Orgullo de parte, al fin y al cabo. Es decir, todo lo contrario de lo que supone normalizar la diversidad y visibilizar unas orientaciones sexuales que no responden a ningún estereotipo ideológico. No deja de sorprender que los organizadores del Orgullo Crítico, en su página web, utilicen términos tan homófobos como el de “lobby LGTBI” para criticar la marcha oficial y legitimar la convocatoria alternativa.

En realidad, lo que los críticos del Orgullo consideraban contradicciones de la convocatoria oficial eran más bien sus victorias más notables. La participación del PP en la manifestación de 2018, trece años después de haber recurrido al Tribunal Constitucional la Ley de Matrimonio Homosexual de Zapatero, era un auténtico triunfo: la derecha se veía empujada (desde la propia sociedad y también desde sus propias filas) a apoyar una convocatoria que nunca les había hecho ni la más mínima gracia. Por si fuera poco en el centro-derecha liberal había nacido una fuerza política, Ciudadanos, que atendía a algunas demandas de una parte importante del colectivo homosexual masculino, como era el caso de la despenalización de la gestación subrogada.

Algo parecido a la participación del PP en el Orgullo ocurrió con la presencia y colaboración de grandes empresas y multinacionales. Un apoyo que, según la ortodoxia izquierdista, nunca es sincero y solo busca el propio beneficio. Por aquello de que el capitalismo, como trasunto de la maldad absoluta, es perverso incluso cuando hace el bien. Lo cierto es que normalizar a un colectivo también supone poder considerarlo nicho de mercado, igual que lo son los hombres y mujeres heterosexuales. Pero compartir manifestación con la derecha y con los representantes del capitalismo iba contra el mismísimo ADN de la izquierda maximalista y trasnochada, lo que obligó a convocar un Orgullo Crítico que sirviese de alternativa a un “Orgullo acrítico” que, a ojos de la izquierda tradicional, era poco más que una fiesta de maricas malas patrocinada por multinacionales.

Pero los estereotipos fueron cambiando poco a poco. Y si hace diez años el modelo de homosexual en el imaginario del izquierdismo militante era Boris Izaguirre o Jorge Javier Vázquez, hoy el gay icónico es Bob Pop. Y es que Bob Pop se ha convertido en un auténtico fenómeno viral porque responde al estereotipo del gay que le gusta a la izquierda identitaria: concienciado, inconfundiblemente progresista y sensibilizado con las causas sociales. Una especie de homosexual post 15M que impugna el modelo frívolo y desideologizado que asqueaba a una parte de la izquierda homófoba hace apenas unos años. Desde luego Bob Pop es un buen tipo y un periodista inteligente. Y en absoluto es culpa suya que una parte de la izquierda tome la parte por el todo y considere que el colectivo LGTBI debe responder a un perfil ideológico concreto como el suyo. Pero la incapacidad de esa izquierda tradicional de asumir el pluralismo en las sociedades abiertas casa mal con la celebración de la diversidad que supone el Orgullo.

En realidad los intentos de apropiación por parte de la izquierda de movimientos de vocación transversal no son un fenómeno que afecte exclusivamente al colectivo LGTBI. Ocurre también, y de forma mucho más intensa, con el feminismo. Lo vimos el pasado 8M en Madrid con aquel manifiesto que era un auténtico programa político omnicomprensivo propio de una izquierda alternativa que pretende patrimonializar todo aquello que impugne el statu quo. Alguien decidió, como por arte de magia, que no se podía ser feminista, liberal, de centro-derecha y apoyar la despenalización de la gestación subrogada o de la prostitución. Porque el feminismo, lejos de ser tan diverso como lo son las propias mujeres, es “lo que yo diga que es”. Y por supuesto no te dan el carnet de feminista si no presentas antes el de izquierdista, lo que convierte automáticamente al feminismo en un movimiento subsidiario y tutelado, justo lo contrario de lo que pretende ser. La irrupción de Vox, siendo invocado como gran peligro, ha terminado por apuntalar este fenómeno de apropiación que trata de ideologizar unos movimientos sociales que trascienden con mucho el eje izquierda-derecha.

Ahora Pablo Iglesias, y con el una buena parte de la izquierda, ha decretado que “el colectivo LGTBI no puede estar muy contento viendo que Ciudadanos ha llegado a acuerdos con la extrema derecha”. Y eso explicaría lo ocurrido en el Orgullo, que no responde a unos pocos exaltados sino a la voluntad unívoca de un colectivo muy amplio y diverso al que nadie le ha preguntado qué opina al respecto. ¿Acaso no había decenas de miles de votantes de Ciudadanos en la manifestación del Orgullo? ¿No ha habido también, dentro del colectivo LGTBI, voces que condenaron el acoso al que se sometió a Ciudadanos en la marcha? Arrogarse el papel de intérpretes de la voluntad de millones de ciudadanos, cada uno de ellos con sus propias ideas, es como mínimo imprudente. Pero pensar que el colectivo LGTBI tiene una posición política unívoca, determinada por su orientación sexual, es sencillamente una demostración de una homofobia encubierta que ya creíamos superada.

Parte además Iglesias de una premisa que, como mínimo, es discutible: que Ciudadanos ha llegado a acuerdos con la extrema derecha. Sospechar tal cosa no es lo mismo que afirmarla indubitadamente, como si fuese una verdad que nadie podría llegar a cuestionar jamás. Según el último barómetro de La Sexta, un 57,3% de los votantes de Ciudadanos cree que el partido de Rivera y Arrimadas no está pactando con Vox. ¿Es descabellado pensar que dentro de ese porcentaje puede haber un buen número de personas del colectivo LGTBI?

Parece un retroceso tener que recordar que existen personas LGTBI de derechas, muy de derechas e incluso de extrema derecha. Los datos indican que en países como Alemania o Francia el colectivo homosexual masculino es uno de los grandes nichos de votos de los partidos de ultraderecha, que aparecen como defensores de sus derechos frente al peligro de la “invasión musulmana”. Del mismo modo sería absurdo pensar que no existen personas LGTBI que prefieren un gobierno de la derecha en su ciudad o en su comunidad autónoma antes que uno de la izquierda. Incluso aunque ello suponga tener que contar con los votos de un partido homófobo como Vox. Negar la diversidad del colectivo LGTBI o escuchar solo a aquella parte que piensa como nosotros es la fórmula más elemental de vulnerar sus derechos de ciudadanía.

Algunos dirán que es una contradicción presentarse como defensor de los derechos del colectivo LGTBI y al mismo tiempo pactar con aquellas formaciones de ultraderecha que quieren conculcarlos, o al menos pretender su voto. Y es cierto. Pero las contradicciones no son exclusivas de la derecha. Buena parte de la izquierda apoya o ha apoyado regímenes políticos que no se caracterizan precisamente por respetar los derechos más elementales de las personas LGTBI. Y harían bien en hacérselo mirar. Aquello de la paja en el ojo ajeno y la viga en el propio, ¿recuerdan? Y es que el movimiento LGTBI no es patrimonio exclusivo de la izquierda. Ni la homofobia patrimonio exclusivo de la derecha.

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Sobre las consultas internas y el neoperonismo de izquierdas

Ahora que se está negociando la investidura de Pedro Sánchez, es bien sabido que la decisión que finalmente tome Podemos habrá de pasar por una consulta interna, un referéndum entre los afiliados. O mejor dicho los inscritos, como les gusta denominarlos en el ámbito de la formación morada. Al mismo tiempo a nadie le cabe la más mínima duda de que los inscritos no harán otra cosa distinta que refrendar aquello que los líderes de Podemos, particularmente Pablo Iglesias, quieran que se refrende. Los inscritos pasan a ser así una especie de clac que aplaude justo cuando tiene que hacerlo. Y tampoco se les puede pedir mucho más. Al fin y al cabo para ser inscrito en Podemos no es necesario más que registrarse en la web, un proceso bastante más sencillo que pedir una pizza por internet o comprar un billete de autobús.

Las consultas internas se han convertido en un sello distintivo de Podemos. Se trata de una fórmula que les permite presentarse a si mismos como una organización que practica una verdadera democracia interna, a diferencia del resto de formaciones donde imperaría el dedazo. Pero al mismo tiempo a nadie se le escapa que Podemos es el partido más caudillista de cuantos existen en nuestro arco parlamentario, con un matrimonio al frente que cada vez recuerda más al de Juan Domingo y Eva Perón. El nuevo justicialismo izquierdista de Iglesias y Montero vende democracia interna cuando realmente exhibe una fórmula de relación entre el líder y las masas tan antigua como el propio ser humano.

Que los inscritos en Podemos confíen en las consultas como mecanismo de democracia interna pone de relieve la escasa cultura democrática que tenemos en nuestro país. Y particularmente en la izquierda, cuya tradición organizativa ha sido más bien la de un autoritarismo leninista disfrazado con eufemismos como “centralismo democrático”. Al fin y al cabo la lectura antagonista de la sociedad conduce irremediablemente a un modelo organizativo que descansaba en conceptos como jerarquía, disciplina o lealtad. Una fórmula castrense pensada más bien para hacer la revolución y para aniquilar al enemigo que para desenvolverse en un sistema democrático y pluralista. No es extraño, por tanto, que los actuales líderes de Podemos se hayan formado en la escuela de la Juventud Comunista, donde se aprende más sobre purgas y conspiraciones que sobre democracia y pluralismo.

Habitualmente las consultas internas, lejos de ser un ejemplo de democracia interna, son una fórmula de legitimación caudillista. El ejemplo más claro fue el vergonzante referéndum sobre el chalet de Galapagar, cuya misión no era tanto situar el ámbito de decisión en los inscritos sobre un asunto que en todo caso pertenecía al ámbito personal de Iglesias y Montero como realizar una demostración de fuerza sobre la potencia de su liderazgo y, de ese modo, acallar las críticas que se escuchaban aquellos días. Y es que la coherencia no se decide por referéndum. Y menos aún la oportunidad política de una decisión personal.

Llegado el momento, Pablo Iglesias someterá a consulta la decisión de investir o no investir a Pedro Sánchez. Pero todos sabemos que la decisión estará tomada de antemano y que la consulta será solo un trámite para refrendar la decisión del líder. En realidad se trata de una fórmula hábil, que convierte a Iglesias en el artífice del acuerdo si finalmente este se produce y le exime de toda culpa si se frustra, situando la responsabilidad última en los inscritos. De ese modo se individualizan los aciertos y se socializan los errores.

Resulta sorprendente que los inscritos en Podemos queden satisfechos con una consulta que hace pasar por democracia interna lo que no es sino una burda estrategia de legitimación caudillista por la vía de las urnas, un clásico de los liderazgos carismáticos. No hubo consulta para dirimir si la exigencia principal de Podemos a Pedro Sánchez para apoyar su investidura debía ser una cartera ministerial para el propio Iglesias o si por el contrario era más importante exigir el cierre de los CIEs, la derogación de la Ley Mordaza o la bajada de los alquileres. Tampoco se consultó si la negociación debía centrarse en un programa político concreto o si por el contrario el objetivo central era conseguir sillones en el Consejo de Ministros de Sánchez, como parece que está ocurriendo. Si no es posible decidir sobre la estrategia negociadora, ¿qué sentido tiene hacerlo sobre su resultado cuando está ya dado de antemano?

El papel de un líder virtuoso en una organización política no es sencillo. Debe asumir la responsabilidad para la que fue escogido, sin trasladársela a unas bases que habitualmente tienen una información imperfecta. Y al mismo tiempo tiene que escuchar a esas bases y tratar de conciliar los intereses diversos que se dan en cualquier colectivo humano. Algo que Pablo Iglesias no ha querido o no ha sabido hacer, a tenor del goteo incesante de renuncias que se han producido en Podemos. Íñigo Errejón, Carolina Bescansa, Luis Alegre, Pablo Bustinduy o Ramón Espinar, entre otros muchos, son los ejemplos perfectos de cómo en Podemos opera más un autoritarismo disfrazado de consulta que una verdadera democracia interna capaz de dar satisfacción a las distintas sensibilidades que se dan en su seno. En tan solo unos años se ha quedado solo el matrimonio Iglesias-Montero junto a algún actor secundario y una masa amorfa y cada vez más pequeña de fieles sin ninguna capacidad crítica ni de fiscalización de sus líderes. Una bunkerización en toda regla. El liderazgo carismático de Pablo Iglesias, útil en los inicios, se ha convertido en un auténtico lastre que ha transformado a Podemos en una suerte de culto personalista en el que cualquier voz crítica es considerada herejía. Un neoperonismo izquierdista que está a un paso de convertirse en irrelevante, si es que no lo es ya.

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«Todo mal»: Notas sobre la impugnación a la totalidad

En una entrevista televisiva que realizaron Íñigo Errejón y Manuela Carmena durante la campaña electoral del 26M, el candidato de Más Madrid para la comunidad autónoma se despachó a gusto sobre la situación del Metro de Madrid: las frecuencias de paso eran demasiado altas, los trenes estaban masificados y los ciudadanos sufrían cada día en sus carnes la gestión nefasta de un medio de transporte tan importante para la ciudad. Inesperadamente Manuela Carmena, usuaria habitual del Metro, se apresuró a corregir a Íñigo Errejón: “el Metro tiene que mejorar”, dijo la ya ex alcaldesa, “pero funciona muy bien y es un orgullo”. Carmena le reprochó a Errejón que dibujase una imagen tan negativa del principal medio de transporte de los madrileños.

Ese pequeño desacuerdo público entre Errejón y Carmena puede parecer anecdótico, pero no es habitual entre dos candidatos de la misma formación política. Carmena evidenció un estilo de hacer política que es una auténtica rareza: reconocer que un servicio público gestionado por sus principales adversarios, aun siendo muy mejorable, funciona razonablemente bien. Y lo hizo aun a costa de llevarle la contraria públicamente a su compañero de formación. Un ejemplo de honestidad que no es muy frecuente en política.

La ortodoxia izquierdista nos obliga habitualmente a dibujar un escenario catastrófico. Casi apocalíptico. Desde este punto de vista, la realidad es siempre la peor posible. A veces parece más importante impugnar la totalidad, tirando al niño con el agua sucia, que criticar solo aquello que merece ser criticado. Poner en valor aquellas cosas que funcionan es visto como un síntoma de reformismo o de derechización, como si para cuestionar aquellos aspectos de la realidad que no nos gustan fuese necesario demostrar un rechazo completo y sin matices al estado actual de las cosas.

Tal es así que en el léxico izquierdista se han instalado términos que señalan una totalidad amorfa e indiferenciada. “Capitalismo” o “sistema” son solo dos de ellos, quizás los más populares. “Patriarcado” les va a la zaga, tratando de representar un estado de las cosas que se pretende impugnar por completo, como si se tratara del epítome de una maldad estructural que evita asignar responsabilidades concretas. En realidad el contenido semántico de estas palabras es más bien impreciso. Y lo mismo valen para un roto que para un descosido. Son términos autorreferenciales, que dicen más de quien los pronuncia que de aquello de lo que se pretende hablar. De tal modo que cuando alguien apela al capitalismo como responsable de algún mal que afecta al bienestar humano, realmente no está diciendo gran cosa. Más bien se trata de un acto lingüístico puramente identitario, como aquel que se pone un pin en la solapa de su chaqueta para que los demás puedan ver sin lugar a dudas cuál es su filiación política.

El razonamiento es simple como el mecanismo de un botijo: si lo particular es malo, lo general debe ser igualmente malo. O incluso peor. Una suerte de inducción espuria en la que no caben los matices ni la complejidad. Pero lo cierto es que la realidad se compone de aspectos negativos y positivos. De avances y retrocesos. Si no somos capaces de conocer la realidad, difícilmente seremos capaces de transformarla. Y cuando vemos esa realidad con unas anteojeras que nos obligan a percibir exclusivamente lo malo y no lo bueno, entonces es imposible que tengamos un conocimiento preciso de aquel objeto sobre el que pretendemos incidir.

Es imprescindible reconocer que los dos últimos siglos nos han procurado unos niveles de desarrollo humano y de bienestar impensables en cualquier otra época de la historia. No solo hemos conseguido erradicar un buen número de enfermedades mortales sino que hemos logrado reducir significativamente los niveles de pobreza y de desigualdad. Desde luego eso no convierte a la pobreza y a la desigualdad en algo más tolerable. Pero si nos indica que los valores progresistas que surgieron en Europa hace dos siglos han tenido un impacto significativo en el bienestar humano. Quizás no al ritmo que nos hubiera gustado, que era el de una revolución más imaginaria que posible, pero sería poco realista no reconocer que ningún tiempo pasado fue mejor. Si acaso el único terreno en el que se está produciendo un retroceso significativo y preocupante es el del medio ambiente, consecuencia indeseable de un desarrollo que se ha revelado como poco sostenible.

La impugnación a la totalidad propia de la izquierda a la zurda de la socialdemocracia tiene un cierto componente religioso. En realidad opera por comparación. Lo realmente existente es siempre peor que aquello que podemos imaginar: una suerte de paraíso terrenal en el que ningún conflicto existiría. La realidad es solo un simulacro, un mal simulacro, de la idea. Los términos se convierten por tanto en absolutos: el bien, siempre imaginario, y el mal, siempre real. Inevitablemente esta forma de ver las cosas nos lleva al maximalismo y a una impugnación de la totalidad, que nunca colma las promesas de la idea. El bien necesita al mal para existir, del mismo modo que la noche necesita al día. Si todo lo realmente existente es malo, nada es verdaderamente malo porque no existe un bien con el que compararlo, salvo como ideal regulativo vago e impreciso. Ni siquiera el propio Marx fue capaz de dedicar mucho más de dos frases a la hipotética sociedad ideal que perseguía.

Pero lo cierto es que los fenómenos sociales solo se pueden valorar por comparación entre si. Nunca hay bueno o malo sino “más bueno que” o “más malo que”. Si la idea es la medida de las cosas, todo nos resultará por definición insuficiente. Cuando escuchamos afirmaciones como que “España no es una democracia”, la pregunta inevitable es qué país es entonces una verdadera democracia. Y si España es una no democracia, ¿eso quiere decir que nos movemos en la misma categoría que otros países no democráticos como Corea del Norte o Arabia Saudí? ¿No supone esto infravalorar el sufrimiento que provocan estas tiranías, comparándolas con un país como España donde disfrutamos de derechos y libertades que allí ni siquiera se pueden reivindicar? Nuevamente si todo es malo, nada es realmente malo.

La llamada “democracia real” que tanto éxito tuvo durante el 15-M no es más que un conjunto de vaguedades ideales tan poco eficaces para la gestión de la realidad como “gobierno del pueblo” o expresiones semejantes. Y es que los criterios para decidir si un país es o no es democrático no se pueden construir en el vacío o en torno a un ideal de democracia que nunca se precisa. Se construye sobre derechos y libertades concretas: libertad de expresión, participación política, Estado de derecho, limitación del poder y control del mismo, respeto a las minorías, etc…

En último término la impugnación a la totalidad es producto de una izquierda aburguesada y puramente identitaria que, censurando la realidad en su conjunto, es incapaz de poner en valor los avances sociales de los que ella misma disfruta y que les son negados a otros. Es la actitud de quien nada se juega, porque está en el lado privilegiado de la sociedad y puede permitirse el lujo de decir que todo es igualmente malo. No se trata de celebrar una realidad que es muy imperfecta sino de evitar los juicios a la totalidad que, pretendiendo hacer tabula rasa, nos impiden distinguir lo malo de lo menos malo, o incluso de lo bueno.

Carmena y Errejón